La Casa Blanca y los CEO de Estados Unidos han estado dando la vuelta olímpica, celebrando los recortes fiscales históricos del año pasado. Sin embargo, la fiesta no durará mucho porque los déficits gubernamentales están a punto de inundar la economía.
Donal Trump está vendiendo la historia como sólo él sabe hacerlo: diciendo que una importante recuperación económica está revitalizando a Estados Unidos, llenando la nación de energía para correr hacia la grandeza, con él a la cabeza como el popote encargado de mezclar el elixir. En un reciente tuit, el presidente declaró: “Nuestra economía está floreciendo y, con todo lo que estoy haciendo, sólo mejorará… ¡Nuestro país está GANANDO de nuevo!”
Aunque “florecer” es una exageración trumpista, es innegable que de acuerdo a muchos criterios, la agenda del presidente ha demostrado ser increíblemente exitosa. Durante los primeros tres trimestres completos de Trump en la Casa Blanca, el PIB apenas se acercó a su cacareada meta del 3%, un desempeño que, según los estándares recientes, parece espectacular. El airoso panorama está recargando el espíritu en las oficinas principales: en su encuesta de enero para pequeñas empresas, la National Federation of Independent Business descubrió que el 32% de las compañías calificaba el clima presente como “un buen momento para la expansión”.
Alimentar el vértigo es el logro legislativo distintivo del presidente: la Ley de Recortes Fiscales y Empleos bajó las tasas para las corporaciones de un 35% a un 21%. La nueva ley es un éxito arrollador entre los líderes en materia de negocios. Firmas tan diversas como American Airlines, Walmart y Verizon predicen que la medida aumentará sus ganancias en los años venideros y los CEO más talentosos (como Jamie Dimon de JPMorgan Chase) la alaban.
El inminente incremento en las ganancias ha motivado a más de 200 empresas de Fortune 500 a aumentar sus salarios mínimos (U.S. Bancorp, Humana) y a otorgarle una bonificación única a sus empleados (Home Depot, Walt Disney) –o ambas cosas–.
Sin embargo, la poción económica embriagadora de Trump esconde políticas erróneas que, después de esta fiesta, podrían dejar a esos mismos negocios con una resaca severa. El déficit presupuestario enorme y creciente del gobierno de Estados Unidos ha alcanzado un tamaño colosal tal que amenaza a la gran maquinaria de su crecimiento. Y las políticas de Trump hasta la fecha (una combinación de recortes fiscales profundos y de incremento agudo de gastos) están reduciendo el fusible de esa bomba de tiempo fiscal, al ampliar, de manera dramática, la ya de por sí insostenible brecha entre las rentas públicas y los gastos. En su curso actual, Estados Unidos están dirigiéndose hacia un pantano de impuestos punitivos, crecimiento insignificante e ingresos estancados para los trabajadores. Un futuro que es precisamente lo contrario a lo que predica Trump.
Para 2028, la deuda del gobierno de Estados Unidos será una carga que podría explotar de US$15.5 billones a una cifra pasmosa de US$33 billones, 20% más de lo que hubiera sido si la agenda de Trump no hubiera sido aprobada. En este punto, el pago de los intereses absorbería más de US$1 de cada US$5 de los ingresos federales, paralizando la capacidad del gobierno para impulsar la economía y limitando también al sector privado. Contrario a las afirmaciones del presidente y sus partidarios, Estados Unidos no puede crecer lo suficientemente rápido para sacudirse esta carga; es probable que la agenda de Trump en materia de inmigración
y comercio atrofie ese crecimiento. “Esto es casi como el cambio climático”, dice Mark Zanfi, asesor económico en jefe de Moody’s Analytics. “No te afectará este año, o el año entrante, pero notarás los efectos negativos el día de ajuste de cuentas”.
A falta de una acción decisiva y rápida, el mejor de los escenarios para los siguientes años sería que Estados Unidos se convirtiera en un sitio donde fuera mucho más riesgoso hacer negocios. La carga de una deuda elevada limitará la flexibilidad para mantener la economía en un curso parejo. “Los países con deudas elevadas no responden con energía a las recesiones”, señala Kenneth Rogoff, economista de Harvard. Si Estados Unidos cae en recesión, no habrá opciones para reducir los impuestoso incrementar los gastos en infraestructura.
Y a medida que la carga de la deuda crece,es muy posible que los esfuerzos realizados por la Reserva Federal para estimular la economía, por medio de tasas más bajas, aumenten la inflación desbocada. “Entonces, los inversionistas se desharán de los bonos del tesoro”, asegura John Cochrane, economista del Hoover Institute. “Eso haría que las tasas subieran mucho más aún y que el panorama presupuestario fuera aún peor”.
Por ahora, Washington está descuidando la crisis venidera y eso debería hacer que los líderes empresariales se preocupen muchísimo más, advierte David Cote, CEO recientemente retirado de Honeywell. “El presidente Trump y el Congreso acordaron disminuir los impuestos y elevar el gasto. Me temo que, simplemente, las personas se están dando por vencidas”, expresa. Más que celebrar, Cote advierte que los CEO deberían estar haciendo planes para un futuro ultrariesgoso, en el cual el deterioro del clima financiero podría reducir drásticamente sus ganancias. Uno de los peligros es que los inversionistas extranjeros, alarmados tanto por una deuda aplastante como por la ausencia de planes para controlarla, se deshagan de los bonos del tesoro, provocando que las tasas de interés sean aún más elevadas.
“Un punto de incremento en las tasas agrega a la deuda US$200,000 millones por año”, afirma Cote. Una subida en el rendimiento también podría elevar el umbral en el cual las nuevas inversiones se vuelven redituables, obligando a las empresas a replegarse.
A los líderes corporativos también podría preocuparles que la única solución para curar la deuda que aflige al país sea un incremento en los impuestos. “Eso podría tener un impacto fundamental en cómo los negocios ven el clima de inversión”, agrega Cote. “Las compañías se preocuparán, retirarán sus inversiones y esperarán a ver qué ocurre”. Pero mantenerse a la expectativa, predice, es exponerse al estancamiento y al deterioro. Esa inmovilidad podría hacer que las buenas noticias en materia de economía del primer año del presidente Trump fueran una historia pasajera.
El panorama fiscal de Estados Unidos ya iba camino a la insostenibilidad mucho antes de Trump. Lo sorprendente es cómo el grado y la rapidez de sus recortes financieros, así como su incremento en el gasto han empeorado todo. La causa de esta amenaza a la prosperidad es doble. Primero, desde hace mucho tiempo, Estados Unidos eligió colmar de atenciones a los adultos mayores y, en una medida menor, ayudar a los pobres –con beneficios al estilo europeo– a la vez que pedía prestado para financiar estos programas, en lugar de aumentar los impuestos –al estilo europeo–.
Esto nos lleva al segundo punto. Trump ha promovido (y el Congreso las ha promulgado) dos leyes que van en sentido inverso a la reforma fiscal. Según el Congress’s Joint Committee on Taxation, la Ley de Recorte Fiscal, aprobada en diciembre, disminuirá los ingresos esperados en un total de US$1 billón durante los siguientes 10 años (un promedio anual de US$100,000 millones). Por su parte, Brian Riedl del Manhattan Institute proyecta que el plan impositivo reducirá la renta pública en US$160,000 millones la siguiente década.
El acuerdo respecto del presupuesto federal de febrero aumenta el desembolso para gastos en dos de las categorías de gastos “discrecionales”: programas para la defensa y programas federales desde ayuda internacional, hasta subsidios para la vivienda, en un 12% –algo sin precedentes–; es decir, US$150,000 millones al año (2018-2019). Esencialmente, arrasa con el tope de gastos bipartidista establecido en la Ley de Control del Presupuesto de 2011, la cual había mantenido los déficits recientes parcialmente bajo control. Estos incrementos en los gastos son tan populares en ambos bandos del Congreso que es casi seguro que establecerán un nuevo piso para los gastos discrecionales, de los que surgirán futuros gastos.
El recorte fiscal y el aumento en el gasto elevarán los déficits, a groso modo, en US$375,000 millones por año (incluyendo los intereses adicionales), de acuerdo a los cálculos de Riedl. El camino fiscalmente responsable habría sido promulgar generadores de renta pública y refrenar los gastos en alguna otra parte del presupuesto, para llenar los vacíos. Sin embargo, aunque la ley de impuestos incluye algunas compensaciones, éstas están inundadas de aplastantes reducciones impositivas
Trump no mencionó ni siquiera una vez los “déficits” o la “deuda” en su mensaje de 5,866 palabras sobre el estado de la unión
En junio pasado, la Congressional Budget Office (CBO) previó que los déficits alcanzarían US$1 billón en 2022. Debido a las nuevas leyes, Estados Unidos excederá este monto antes (en 2019), asumiendo que se extiendan las políticas impositivas y de gastos actuales, según el apartidista Committee for a Responsible Federal Budget (CRFB). Esos déficits probables continuarán inflándose, incluso si la economía prospera. La CBO proyecta que los déficits alcanzarían la cifra de US$1.6 billones en 2028 sin las nuevas leyes. Ahora, el CRFB predice un déficit de US$2.4 billones. En gran parte, debido a las medidas que aumentarán el déficit, Estados Unidos pedirá prestado, en una década, US$1 de cada US$3 que gaste, lo que contrasta con US$1 por cada US$4 que hubiera pedido prestado si el desembolso de gastos y la renta nacional hubieran seguido por el camino anterior.
En una década, la deuda federal alcanzará la aplastante cantidad de US$33 billones, el equivalente al 113% del PIB y US$6 billones más alta de lo que la CBO había pronosticado antes de que la agenda de Trump fuera aprobada.
El interés por los préstamos pedidos por Estados Unidos se convertirá en el punto de mayor crecimiento en el presupuesto federal y será más del triple, hasta alcanzar casi US$1.1 billones por año. En ese punto, cargar con los costos equivaldría a la mitad del gasto de Medicare y, si las tasas de inflación o de interés exceden los umbrales relativamente bajos previstos por la CBO, el costo de los intereses se elevaría aún más. “Ese aumento representa dinero que Estados Unidos está despilfarrando, eso desplaza el financiamiento de todo, desde la salud hasta las fuerzas militares”, sentencia Marc Goldwein, senior policy director de CRFB.
Ese desplazamiento tiene consecuencias reales. El costo del pago de la enorme deuda ejercería una presión tremenda en el gobierno para que eliminara las inversiones que podrían alimentar el crecimiento. En el pasado, los gastos para modernizar las carreteras y los sistemas de transporte público o para mejorar la educación superior fomentaron la productividad de los trabajadores estadounidenses. Eso hace que aumenten los ingresos, que se eleve el gasto del consumidor y que se incrementen los ahorros que financian la inversión privada. La carga del interés generada por la proliferante deuda amenaza con convertir este ciclo virtuoso en un lujo difícil de mantener.
Es imposible decir si la crisis fiscal o el agravio creciente respecto de las cifras alarmantes podrían o no impulsar una acción correctiva antes de que todo esto ocurra. Lo que es seguro, dice Sarah Carlson, una vicepresidenta senior en Moody’s Investors Service, es que “cuanto más esperemos, más difíciles serán las decisiones a tomar en materia de recortes de los beneficios y aumento de los impuestos”.
Aun así, como señala Cote, los encargados de diseñar políticas se muestran reticentes a dar los pasos impopulares y potencialmente radicales para restaurar el equilibrio fiscal de Estados Unidos. Un signo de cuánto se ha alejado el Congreso de la prudencia fiscal es
el voto del Senado del 9 de febrero para incrementar el gasto discrecional: la oposición de budget hawks del partido Republicano, como Rand Paul de Kentucky y Mike Lee de Utah, fue aplastada por 34 senadores republicanos que se unieron a 36 demócratas en la cámara alta para aprobar la medida de aumento del déficit. En tanto, Trump no mencionó ni siquiera una vez los “déficits” o la “deuda”, en su mensaje de 5,866 palabras sobre el Estado de la Unión.
Existe un escenario en el que Estados Unidos podría mantener su ruta actual, y ese es continuar pidiéndole prestado con alegría al resto del mundo. Este país ha jugado a ser derrochador, porque los prestamistas extranjeros han demostrado un enorme apetito por la deuda del gobierno y las corporaciones estadounidenses.
Para la mayoría de las naciones, tales préstamos descomunales aumentarían las tasas de interés, mientras el gobierno compite con las empresas por la fuente limitada de los bienes que se pueden prestar. Pero durante décadas ese no ha sido el caso de Estados Unidos: una invasión de ahorros por parte de inversionistas chinos, japoneses y de otros países ha mantenido las tasas bajo control. Por el momento, Estados Unidos es la economía más poderosa, diversificada y emprendedora del mundo y, en una época de tensión mundial, los inversionistas ponen su dinero en el refugio más seguro de todos, precisamente Estados Unidos. La Gran Recesión demostró esa tesis. “Exportamos una crisis financiera al resto del mundo y el mundo nos envió su dinero”, señala Alan Auerbach, economista de la Universidad de UC Berkeley.
Sin embargo, asumir que el resto del mundo continuará haciéndose de la vista gorda ante el despilfarro estadounidense es una apuesta arriesgada y se volverá más arriesgada si el Congreso continúa esquivando las decisiones difíciles por los siguientes 10 años. Una debacle a gran escala, al estilo de Grecia en 2010 es vagamente posible, aunque poco probable. Una línea argumental más viable involucra un escenario en que las cifras de la deuda anual sean tan malas y llamen tanto la atención, que el inminente precipicio fiscal se convierta nuevamente en un tema político de primer nivel. La ansiedad por el déficit después de los excesos de la década de 1980 dio lugar a un acuerdo bipartidista para elevar los impuestos y reducir los déficits, durante la presidencia de Bush padre en 1990.
Un deterioro cíclico, un descenso brusco en los precios de las acciones o un incremento inesperado y abrupto de las tasas de interés reales impuestas por los inversionistas extranjeros escépticos podrían ser el catalizador que empuje a los legisladores a tomarse las cosas en serio. “Los encargados de diseñar las políticas elaborarían planes que no necesitarían recaudar toneladas de dinero justo ahora, aunque surtirían efecto de manera gradual”, explica Goldwein. Esto encausaría a Estados Unidos por un camino de deslizamiento que tranquilizaría a los mercados.
Para la administración de Trump, dichas maniobras no son una prioridad absoluta, porque considera que el crecimiento económico resolverá buena parte del problema. “Por medio de una combinación de reforma fiscal y liberación regulatoria, este país puede recuperar mayores niveles de crecimiento del PIB, ayudando a eliminar el déficit fiscal”, declaró el año pasado el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin. Sin embargo, pocos afuera de la administración creen que Estados Unidos puede expandirse a la tasa de 3% que tienen como meta Trump y Mnuchin. La CBO, la OCDE y el Banco Mundial pronostican una lectura promedio de 2% durante la siguiente década. Una razón de peso: un descenso en la tasa de crecimiento de la fuerza laboral, debido al envejecimiento de la población estadounidense.
El acercamiento sumamente impredecible y contradictorio de Trump a la política económica hace que incluso un crecimiento del 2% sea incierto. Trump apoya una legislación que reduciría el número anual de inmigrantes ilegales en 50% durante los próximos 10 años. “No hay una forma más directa de detener el crecimiento que restringiendo la inmigración”, acierta Doug Duncan, economista en jefe en Fannie Mae. Y agrega: “los trabajadores extranjeros no sólo abren más negocios que los estadounidenses, sino que son necesarios para evitar la escasez de mano de obra que potencialmente paralizaría a las industrias”. Trump también está cumpliendo con aquellas promesas que los empresarios que lo apoyaron esperaban que no cumpliera: la implementación de aranceles para castigar las importaciones, comenzando con tarifas enormes para el acero y el aluminio fabricados en el extranjero. “Los aranceles aumentan los precios para los fabricantes estadounidenses que utilizan dichos materiales y desaceleran las ventas e inversiones”, explica Zandi de Moody.
Si el congreso espera resolver la crisis de la deuda, dice un economista “lo que sea que se les ocurra será algo que parece imposible ahora”.
Por mucho que las posturas impositivas y regulatorias de Trump sean favorables para los negocios en el corto plazo, estas políticas matan el crecimiento. El peligro primordial es que, al atacar la inmigración tradicional y el comercio abierto, Trump podría llevar a la economía hacia una recesión. Incluso, si el PIB realmente creciera al nivel de 3% que busca el equipo de Trump, el combustible adicional apenas reduciría la deuda total en 10% o US$3 billones para 2028, de acuerdo con el CRFB. Para garantizar la estabilidad a largo plazo, los encargados de diseñar políticas tendrán que hacer algo casi impensable en la memoria reciente: recortar el gasto y elevar la renta pública.
La reciente legislación fiscal causó cambios estructurales negativos tanto en el frente de los gastos, como en la renta pública. Esto ha hecho que la tarea de mantener la deuda bajo control sea mucho más difícil de lo que hubiera sido inclusive hace un año. Antes del recorte fiscal hecho por Trump, la CBO proyectaba que los ingresos fiscales federales crecerían de manera enérgica, del 17.7% del PIB en 2018 a cerca de 18.4% una década después. Pero debido al recorte, las proyecciones afirman que la renta pública para 2018 apenas alcanzará el 17.2% de la renta nacional. En tanto, se espera que el gasto gubernamental aumentará del 20.5% del PIB en 2018 a 23.6% en 2027. Y el acuerdo de febrero impulsará un enorme aumento en los gastos discrecionales a partir de 2019.
Las características demográficas de Estados Unidos obligan a que los programas de beneficios continúen absorbiendo cada vez mayores tajadas de los ingresos nacionales. Entre 2017 y 2030, 20 millones de baby boomers más alcanzarán la edad de jubilación, mientras que sólo 14 millones de personas se incorporarán a las filas laborales. Igualmente, los adultos mayores en Medicare están envejeciendo y, por consiguiente, se están enfermando más. Y los estadounidenses de mayor edad votan en masa para proteger sus privilegios.
Los contribuyentes pagarán alrededor de US$1 al fondo del fideicomiso de Social Security por cada US$1.10 en beneficios que se tiene proyectado que reciban los jubilados durante la siguiente década. Indexar los beneficios con la inflación, en vez de los salarios (los cuales se prevé que crezcan 1.5 puntos porcentuales más rápido cada año), reestablecería el equilibrio del programa, sin perjudicar el poder adquisitivo.
Hacer que el gasto del ejército y otros rubros discrecionales crezca a menor ritmo no será fácil, aunque se ha hecho antes. El Congreso debería promulgar nuevos topes de gasto parecidos a la Ley de Control del Presupuesto, que ayudó a bajar los desembolsos como una porción de la renta nacional del 2013 al 2017. Sin embargo, como se ha esperado tanto, incluso las principales reformas al gasto dejarían un hoyo enorme: un abismo que sólo puede ser llenado con impuestos.
Entre más tiempo pase antes de que se ponga en práctica una solución, mayores serán los nuevos impuestos. Fortune calculó cuánto tendría que aumentar la renta nacional de Estados Unidos durante la siguiente década, para reducir la tasa de crecimiento de Social Security en un punto porcentual, bajar los aumentos en Medicare, Medicaid y otros gastos de salud pública en un monto proporcional, y para mantener el gasto discrecional abajo del crecimiento del PIB (aunque sea desde la base más alta establecida por las nuevas leyes). Para ello, asumimos que debemos descartar cualquier aumento a los impuestos durante la presente administración. Nuestro objetivo era determinar los recortes al gasto y el aumento de las rentas públicas que serían necesarios para mantener la proporción entre la deuda y el PIB al mismo nivel (o menor) del que se encontraba a finales de 2017 (76%). Aunque eso es alrededor del doble del promedio de los últimos 50 años, sería un monto razonable, dadas las bajas tasas de interés que la CBO ha proyectado para los próximos años.
Así que, ¿cuál es el costo de la cordura? Si se comienza con las reformas ahora (incluyendo la disminución en el ritmo del gasto), el gobierno estadounidense necesitaría aumentar los impuestos no empresariales de manera progresiva en un promedio anual de US$900,000 millones, desde finales de 2018 hasta el 2028. Eso exigiría aumentar la recaudación de impuestos federales entre 21% y 22% durante ese período. (Eso es más que el doble del aumento que habría sido necesario si se hubiera empezado ahora, antes de la reciente legislación que inflará el déficit.) ¿Y qué tal si esperamos cuatro años y comenzamos nuestras proyecciones a 10 años a principios de 2023? Serían cuatro años más en que la deuda crecería de manera colosal. Para llevar la proporción entre deuda y PIB a 76% para 2032, Estados Unidos tendría que luchar abrazo partido para alcanzar un aumento promedio de los impuestos de US$1.2 billones por arriba del punto de referencia actual. Eso significaría un aumento del 24%.
¿Qué clase de impuestos producirían tal botín? “Le hemos sacado tanto dinero como hemos podido al impuesto sobre la renta de las personas físicas”, dice Rudolph Penner, director de la CBO durante la administración de Reagan y ahora socio de Urban Institute. Riedl, del Manhattan Institute, considera que duplicar las dos contribuciones personales más altas para llegar a 70% y 74%, respectivamente (prácticamente imposible, por motivos políticos) reduciría sólo en una quinta parte el déficit proyectado para Medicare y Social Security en 30 años. Otras propuestas incluyen un impuesto a las emisiones de carbono para la venta de gasolina, limitar la deducibilidad de los impuestos estatales para los negocios y gravar los generosos planes de salud proporcionados por los patrones.
Es poco probable que sea posible conseguir una cifra cercana a la necesaria retocando el actual código fiscal. Prácticamente todos los otros países industrializados utilizan impuestos sobre el consumo para respaldar sus estados de bienestar. En promedio, alrededor del 60% de esos gravámenes son de IVA, que se asemejan a los impuestos sobre las ventas; aunque en la práctica son pagados por las compañías, conforme los bienes pasan por cada etapa de la producción.
Estados Unidos no tiene un IVA o un impuesto nacional sobre las ventas, y dada la enorme tajada que dichos impuestos extraen de los ingresos en otros países, es fácil entender por qué no han ganado tracción en el Congreso de Estados Unidos. Sin embargo, la grave situación financiera del país se está volviendo tan desesperada que pronto se terminará adoptando soluciones que nunca antes se habían contemplado. “No se adoptará el IVA bajo este presidente o con este Congreso”, señala William Gale, un economista de Brookings Institution, de tendencia liberal.
De hecho, si los políticos estadounidenses demuestran que tienen agallas y procuran poner de pie las finanzas nacionales, el dolor hará que el país se retuerza. Aunque es posible introducir aumentos a los impuestos de manera progresiva, aun así el punto de inicio debe ser alto, dada la larga espera, y los impuestos subirán a partir de ese punto. Estados Unidos nunca ha experimentado nada como los aumentos fiscales que le depara el destino. Con el paso del tiempo, los consumidores tendrán menos para gastar en autos, aparatos, iPhones y vacaciones. Las ventas y las ganancias se verán afectadas. Y el probable dolor entre los consumidores podría generar una presión política para que se anularan al menos algunos de los recortes a los impuestos sobre las sociedades de los que Trump está tan orgulloso.
Dave Cote recuerda que estaba a favor de un IVA cuando se unió por primera vez a la Comisión Simpso Bowles. “Entonces, alguien me hizo ver que el gobierno no necesita una nueva máquina para recabar impuestos y me volví un opositor al IVA, porque simplemente seguiría incrementando el gasto”. No obstante, el gasto gubernamental se ha incrementado de todos modos, ahora con la bendición de la mayoría republicana en el Congreso y un presidente populista. En cuestiones de presupuesto, la fuerza irresistible del amor de los estadounidenses por los grandes beneficios colisiona con el objeto inamovible que es la resistencia de la gente a los impuestos elevados. Como dice la vieja canción de Johnny Mercer: “alguien tiene que ceder” (“Something’s Gotta Give”).